30 de noviembre de 2011

Tôno y Rikuzentakata - Día 1

Esta vez me tocó ir a Tôno (遠野), en la prefectura de Iwate (岩手県). Algunos compañeros con los que fui la anterior vez a Kesennuma también estaban, para algunos es incluso la quinta o sexta vez que van de voluntarios, pero esta vez a ellos les volvieron a enviar a Kesennuma y a mí, quizá al ser extranjera y no dominar bien el idioma, me pusieron en el grupo de Iwate donde iban más extranjeros.

El día empezó a las 11 de la mañana en el edificio de la Nippon Foundation. Otra vez casi las mismas diapositivas y el mismo discurso obligatorio al que tienes que asistir; por suerte con traducción al inglés. A las 13h ya estábamos montados en el autocar que nos llevaría a Iwate, esta vez sin tifón de por medio.

En total 28 voluntarios, el 98% aún estudiantes universitarios, y el coordinador que nos acompañó, un chico de tan solo 27 años que ésta era su doceava vez que iba a Tôhoku. Aún nos esperaban unas ocho horas de viaje en autocar, con paradas cada dos o tres horas para estirar las piernas, comer algo o fumarse un cigarrillo (esto último sólo yo xD). Así que había que tomárselo con calma: el móvil cargado hasta el tope, el iPod y un libro para ir matando el tiempo, con alguna cabezadita que otra entremedio.

Llegamos a nuestro destino sobre las 21:30h. El sitio donde nos alojaríamos era una casa prefabricada construida en Tôno especialmente para albergar a todos los voluntarios que venían de cualquier parte de Japón. Pertenece a una organización, llamada Tôno Magokoro Net (遠野まごころネット) fundada justo después del día del terremoto para ofrecer ayuda a todos los pueblos vecinos de Tôno que habían sido afectados por el tsunami.

Aunque no tenía duchas, estaba totalmente equipada: una cocina inmensa, lavabos (separados entre hombres y mujeres) y dos grandes habitaciones en las que dormiríamos; por supuesto, la más grande nos tocó a las chicas (básicamente porque éramos más :P).



Escogiendo sitio para estirar el saco de dormir


A dejar todas nuestras cosas, encender esa especie de brasero para calentar la habitación y no morir de frío durante la noche, y una pequeña charla: nos levantaríamos a las seis de la mañana, desayunar todos juntos con una buena sopa de miso de acompañamiento que preparaba el "dueño", vestirnos con la ropa de trabajo, llevar todo lo necesario para el día de trabajo y a las siete estar listos para subir al autocar que nos llevaría al centro de reunión de Tôno Magokoro Net y ahí nos asignarían un destino: Rikuzentakata, donde luego me enteraría que está a sólo 10 quilómetros de Kesennuma.

21 de noviembre de 2011

I am here

Los primeros rayos de sol que entran por una ventana sin persianas. Abres los ojos una vez más para empezar otro día que poco tiene que envidiar al anterior. Una ducha para intentar quitarte la capa de prejuicios con los que te fuiste a dormir. Ropa distinta al día anterior por eso de sentir que puede ser un día diferente.

Coges el bolso lleno de cosas importantes y a la vez tan fútiles. Te echas al hombro la mochila llena de cientos de palabras que a la larga vas olvidando. Una vuelta de llave a la cerradura para sentirte más seguro, aunque si un día te la dejas abierta lo más probable es que todo siga en su sitio cuando vuelvas. Es lo que tiene vivir en uno de los países con menos delincuencia del mundo.

Y empiezas de nuevo la rutina. Hombres trajeados caminando delante tuyo, con sus maletines moviéndose al mismo ritmo con cada paso que dan. Mochilas con niños dirigiéndose al colegio; jubilados con chalecos reflectantes impidiendo a los niños que crucen en rojo. Más hombres y mujeres trajeados con sus maletines como ramificación de sus brazos.

Subes por las escaleras mecánicas, pasas la tarjeta ultra moderna y multiusos por los tornos de la estación: ya no hay vuelta atrás. Intentas seguir tu propio camino pero te ves arrastrado por decenas de personas; tienes que hacer lo que hace todo el mundo, ¿o no funciona así la sociedad? Siempre dices que te "montas" en el tren, pero lo correcto sería decir que te "aplastan"
en el tren. Intentas asegurarte un mínimo espacio vital, pero siempre fallas y acabas robándole un cachito a cada persona que tienes a tu alrededor, pero no te olvides que ellos también te roban un poco del tuyo. Sales del tren arrastrado por una masa ingente de maniquíes silenciosos. Derecha, izquierda, derecha, izquierda; todos caminando al mismo compás, con las mismas caras inexpresivas, cual borregos dirigiéndose a que los esquilen una vez más.

Cuatro paredes blancas, con suerte a veces con alguna ventana, te esperan para hablarte de algo nuevo mientras cada día más, poco a poco, les vas haciendo menos caso. Ya no brillan como antes.
Cientos, miles de letras revoloteando en tu cabeza que no acaban de encontrar su sitio; ya hay demasiadas cosas como para hacer un hueco más aunque sigues intentándolo, o al menos lo finges.

Una pizarra escrita con tiza, las escaleras que reconoces incluso antes de verlas, esas zapatillas negras rotas que han sufrido lo incontable. La manecilla del reloj parece decidida a hacerte la puñeta y detiene el tiempo a su gusto. La eternidad se cierne sobre ti y, si no fuera imposible, estás convencido que algún duende maligno ha decidido alargar el día otras doce horas más sólo para fastidiarte. Empaquetas todo el día en una pequeña bolsa y lo montas contigo en el tren, cuidando que ninguno de los mismos maniquíes de antes te la estropeen.

Das las gracias por llegar a tu refugio, aquéllo a lo que llaman casa, y poder descansar. Desempaquetas otra vez tu día y lo guardas en su sitio, listo para volver a utilizarlo. Listo para volver a la rutina, listo para perderte entre los maniquíes, listo para repetir una y otra vez las mismas palabras, listo para volverte invisible entre millones de personas, listo para volverte invisible incluso para una sola persona.

17 de noviembre de 2011

Karakuwa - Día 5

(Siento tanta tardanza en las entradas :S)

Nos levantamos sobre las siete de la mañana, como cada día, y la mayoría desayunamos un buen tazón cup noodles para coger con fuerzas. Aún no lo sabía, ni me lo imaginaba, pero este día iba a ser bastante duro, tanto físicamente como emocionalmente.

Siendo el último día de trabajo, nos repartieron en dos grupos. Uno iba a ir a una zona del puerto a ayudar a los pescadores a recopilar materiales de pesca y cosas por el estilo; incluso saldrían al mar a navegar un rato. Yo soy más bien un "gusano" de tierra, así que preferí quedarme rodeada de arbolitos y no de peces.

Decidido el grupo en el que quería estar, nos subimos al mini autocar con todos los bártulos y de curva en curva hasta nuestro destino, una pequeña zona al lado de la carretera y colindando con el océano. Una pila enorme de piedrecitas nos esperaba.



Nuestro trabajo, que ya habían hecho algunos de este grupo el primer o segundo día, se trataba de rellenar sacos con todas estas piedrecitas, atarlos y dejarlos aparte para que luego el camión pudiera transportarlos hasta su destino, donde serían utilizados como una especie de diques de contención para el agua. Al principio parecía un trabajo normalito, pero al cabo de cinco o seis sacos la cosa ya empezaba a ser cada vez más agotadora: rellenar a palazos los sacos, atarlos de una forma determinada para que aguantaran y no se saliera el contenido, llevarlos a otra parte y apilarlos. Puede que por las fotos y por mi explicación no lo parezca, pero era bastante cansado: coger palazos de piedra cada dos por tres que te dejaban al final los brazos y la espalda hechos polvo; atar los sacos con una cuerda gruesa que al final, de tanto estirarla y ponértela alrededor de las manos para ejercer más fuerza a la hora de atarla, me quedé con las manos para la basura; transportar los sacos ya atados hasta otra zona para apilarlos, y estoy hablando que cada uno pesaba unos 40 kilos.



Llegadas las 12 del mediodía y ya casi para el arrastre, tocaba descanso para comer. Nos montamos en el mini autocar de vuelta a la que habíamos hecho ya nuestra casa, y a reponer fuerzas porque después volvíamos al mismo lugar a rellenar todos los sacos que pudiéramos. Aunque mi grupo (gaijins pawa) nos escabullimos un momentito (con permiso del coordinador, obviamente) para ir al supermercado a comprar los ingredientes que nos harían falta para preparar el desayuno del día siguiente, al que nos ofrecimos voluntarios (en secreto) ya que el día que nos tocaba hacer la cena los vecinos decidieron hacer una barbacoa para todos.






Bueno, volviendo al tema: acabamos la tarde rellenando todos los sacos que pudimos (en total contaría entre 120 y 150 sacos...). Lo sorprendente es que este trabajo lo hacían cada día algunos vecinos del pueblo donde la media de edad rondaría sobre los 70 años. Señores de 70 años o más haciendo un trabajo del que nosotros, todos veinteañeros, acabamos para el arrastre al acabar el día.

Pero esta parte del día no fue la más dura de todas; con un poco de descanso estás otra vez como nuevo. No, la parte más difícil vino bien entrada la tarde. Después de la compra diaria en el supermercado y/o konbini, nos llevaron a la casa donde nos alojamos durante la primera noche.

El dueño nos esperaba dentro para enseñarnos una recopilación de varios vídeos que grabaron los habitantes de Kesennuma el día 11 de marzo. Vídeos grabados en primera persona, con sus móviles, cámaras o lo que tuvieran a mano en aquel momento, por gente que vivió en sus propias carnes los efectos del tsunami. Vídeos personales y privados, nunca mostrados en televisión ni en ningún otro medio de difusión; sólo mostrados a los propios habitantes de Kesennuma y a los voluntarios que llegábamos.

Como la casita en la que se alojaba el dueño (contigua a la casa donde he dicho que dormimos la primera noche) era pequeña, hicimos dos turnos para visionar el vídeo; a mí me tocó en el segundo. Las caras serias y los ojos rojos con los que salió la gente del primer turno ya me auguraban que no iba a ser fácil salir entera de ahí. Y no me equivoqué.

Seguramente habrán muchos vídeos parecidos circulando por la red y nos hemos cansado de ver continuamente imágenes en la televisión de la entrada del tsunami en tierra, devastándolo todo, pero es diferente a las que me mostraron en ese momento. Personas viviéndolo en vivo y en directo, sus sentimientos durante esos eternos momentos, los comentarios de estupor, incredulidad y miedo que iban haciendo a medida que iba sucediendo todo, justo delante de sus ojos. Las alarmas de alerta de tsunami sonando ininterrumpidamente, la curiosidad del principio por ver cómo iba subiendo el nivel del agua de los canales, la sorpresa al ver que no era una "simple" olita de un metro de altura, el miedo que se va notando cada vez más en las voces de todas las personas que aparecen en los vídeos...

Ver cómo el nivel del agua va subiendo poco a poco en el curso de un río, en una zona cercana al océano, cada vez con más fuerza, arrastrando cualquier embarcación que se encontrara en su camino. La gente refugiándose en un colegio; primero en la primera planta, luego en la planta más alta de todas. Ver cómo poco a poco el agua va adquiriendo más fuerza, empezando a arrancar árboles y partes de casas, volviéndose de color negro como el azabache. Ver pasar por ese canal coches, partes de edificios, casas completamente enteras arrancadas de cuajo de sus cimientos; camiones de dos toneladas flotando en lo que antes era el patio del colegio, como si fueran simples barquitos de papel. Ver pueblos a pocos metros de la costa completamente arrasados en cinco minutos literalmente.

Pero el último vídeo de los que aparecían en esta recopilación fue quizá para mí el más duro de todos. Subidos en una colina, se podía ver el pueblo a lo lejos; entre dos y cuatro quilómetros de distancia estaban del océano. Se podía ver cómo la gran ola se iba acercando poco a poco a tierra, tragándose las edificaciones más cercanas a la costa, siguiendo imparable su curso, y cómo algunos coches se dirigían directamente hacia ella. Vecinos parados colina abajo, a poco menos de 500 metros del hombre que grababa el vídeo, que suben corriendo viendo que esa inmensa masa de agua se dirige directamente hacia ellos. "Isoide, isoide!" ("¡daos prisa, daos prisa!") gritaba el hombre del vídeo y todos los que estaban a su alrededor. Ver cómo una señora se cae al suelo mientras corre colina arriba, con la ola a escasos 100 metros de ella. Comprobar cómo algunos arriesgaban su propia vida bajando unos metros para ayudar aquéllos que intentaban ponerse a salvo en el único sitio seguro que había en ese momento: la ansiada cima de la colina. Ver cómo la ola ya les había alcanzado y a un hombre siendo arrastrado por ella...

Las lágrimas hacía ya rato que habían empezado a caer por mis mejillas; ya no podía ni quería retenerlas más tiempo. Incredulidad, miedo, impotencia, tristeza, valentía... Todos los sentimientos apilados dentro de mí, empujándose unos a otros por ver cuál era el más fuerte. Ni siquiera ahora puedo imaginar qué les debía de pasar por la mente durante esos instantes a todos aquellos que lo sufrieron en primera persona.

Pero de entre todos, hubo uno que emergió con más potencia: determinación. Determinación por ayudar en lo que pudiera, porque ésa no fuera la última vez que iba de voluntaria, por ver cómo en situaciones límite hay gente que arriesga hasta su propia vida por ayudar a alguien.

Por eso, el viernes que viene, día 25 de noviembre, me voy otra vez de voluntaria a la prefectura de Iwate.