21 de noviembre de 2011

I am here

Los primeros rayos de sol que entran por una ventana sin persianas. Abres los ojos una vez más para empezar otro día que poco tiene que envidiar al anterior. Una ducha para intentar quitarte la capa de prejuicios con los que te fuiste a dormir. Ropa distinta al día anterior por eso de sentir que puede ser un día diferente.

Coges el bolso lleno de cosas importantes y a la vez tan fútiles. Te echas al hombro la mochila llena de cientos de palabras que a la larga vas olvidando. Una vuelta de llave a la cerradura para sentirte más seguro, aunque si un día te la dejas abierta lo más probable es que todo siga en su sitio cuando vuelvas. Es lo que tiene vivir en uno de los países con menos delincuencia del mundo.

Y empiezas de nuevo la rutina. Hombres trajeados caminando delante tuyo, con sus maletines moviéndose al mismo ritmo con cada paso que dan. Mochilas con niños dirigiéndose al colegio; jubilados con chalecos reflectantes impidiendo a los niños que crucen en rojo. Más hombres y mujeres trajeados con sus maletines como ramificación de sus brazos.

Subes por las escaleras mecánicas, pasas la tarjeta ultra moderna y multiusos por los tornos de la estación: ya no hay vuelta atrás. Intentas seguir tu propio camino pero te ves arrastrado por decenas de personas; tienes que hacer lo que hace todo el mundo, ¿o no funciona así la sociedad? Siempre dices que te "montas" en el tren, pero lo correcto sería decir que te "aplastan"
en el tren. Intentas asegurarte un mínimo espacio vital, pero siempre fallas y acabas robándole un cachito a cada persona que tienes a tu alrededor, pero no te olvides que ellos también te roban un poco del tuyo. Sales del tren arrastrado por una masa ingente de maniquíes silenciosos. Derecha, izquierda, derecha, izquierda; todos caminando al mismo compás, con las mismas caras inexpresivas, cual borregos dirigiéndose a que los esquilen una vez más.

Cuatro paredes blancas, con suerte a veces con alguna ventana, te esperan para hablarte de algo nuevo mientras cada día más, poco a poco, les vas haciendo menos caso. Ya no brillan como antes.
Cientos, miles de letras revoloteando en tu cabeza que no acaban de encontrar su sitio; ya hay demasiadas cosas como para hacer un hueco más aunque sigues intentándolo, o al menos lo finges.

Una pizarra escrita con tiza, las escaleras que reconoces incluso antes de verlas, esas zapatillas negras rotas que han sufrido lo incontable. La manecilla del reloj parece decidida a hacerte la puñeta y detiene el tiempo a su gusto. La eternidad se cierne sobre ti y, si no fuera imposible, estás convencido que algún duende maligno ha decidido alargar el día otras doce horas más sólo para fastidiarte. Empaquetas todo el día en una pequeña bolsa y lo montas contigo en el tren, cuidando que ninguno de los mismos maniquíes de antes te la estropeen.

Das las gracias por llegar a tu refugio, aquéllo a lo que llaman casa, y poder descansar. Desempaquetas otra vez tu día y lo guardas en su sitio, listo para volver a utilizarlo. Listo para volver a la rutina, listo para perderte entre los maniquíes, listo para repetir una y otra vez las mismas palabras, listo para volverte invisible entre millones de personas, listo para volverte invisible incluso para una sola persona.

1 comentario:

lorco dijo...

La fiesta de los MANIQUÍES!!!!

Y pensar que ya era así en los tiempos de Chalot, nos hace falta una REVOLUCIÓN de esas de quemar Bastillas

:)